“Yo ya había visto dónde mataban a la gente, yo llegué y me paré ahí en el centro, alcancé a ver un guerrillero, luego me di cuenta de que estaba en medio de cuatro guerrilleros más, y él me dice: abuelo, usted se metió en el costal que no le corresponde y para nosotros esas personas no deben existir, tengo la orden de frijolearlo”.
Era un día cualquiera, el abuelo Plácido se encontraba en su comunidad en Araracuara-Caquetá, como de costumbre, nunca imaginó que ese día su destino tomaría otro rumbo. Reitera que no llegó a donde está porque quiso sino porque le tocó. Viviendo bajo las estrictas reglas de un grupo al margen de la ley que había invadido su territorio, debían estar a sus órdenes, cuenta el abuelo.
Sus hijos, que para entonces ya cumplían la mayoría de edad, iban a ser reclutados por ese grupo armado, pero sucedió algo inesperado. Un integrante del grupo iba a ser asesinado por los mismos, entonces toda la atención se enfocó en este joven que por salvar su vida se lanzó al río Caquetá y vivió dos días en la selva. Luego, montado en un palo de guauda, navegó río abajo hasta llegar a la comunidad donde se encontraba el abuelo Plácido.
Los habitantes, un tanto asustados, mandaron a llamar al abuelo Plácido para que lo curara con plantas medicinales. Al llegar no pudo creer lo que estaba viendo: un hombre joven pero arrugado. Sí, era el mismo que se había lanzado al río. Su piel estaba tan arrugada que el mismo abuelo murmuró lo grave que se encontraba. Claro, el agua lo había demacrado de esa forma. A pesar de la intención del abuelo de poder ayudarlo, no fue posible. Tuvieron que trasladarlo a otro lugar, ya que en el momento no tenía las plantas medicinales a la mano.
Tres días después el joven se encontraba en buen estado de salud. Pero lo que le esperaba al abuelo Plácido era algo inimaginable. Un camarada del grupo armado se le acercó, lo saludó y decentemente le preguntó que cómo se encontraba. Él respondió a voz baja que se encontraba bien. En seguida el camarada le soltó una frase: “abuelo, disparamos un pájaro y nos salió volando. ¿Eso a qué se debe?” Él, sin mostrar ningún miedo, le respondió: “¿Camarada, cuántos años usted lleva en la fila? Porque aquí lo que manda es la puntería, porque nosotros apuntamos en el corazón y la cabeza”. El camarada sonrió y se fue.
Al cabo de unos minutos llegó otro camarada que le ofreció al abuelo una libra de azúcar y café. Para entonces, él ya se sentía mal, su corazón palpitaba agitadamente y no podía concentrarse en el mambeadero (conversatorio). Por eso tomó la decisión de dirigirse al Ejército Nacional y dar parte de lo que había sucedido con el joven que iban a matar. Un coronel que lo atendió le dijo que le llevaran al joven, pero que no le garantizaban la seguridad.
Quince días después, el joven fue trasladado a Leticia-Amazonas. Allí permaneció en un hogar de paso junto a una señora que más tarde empezó a divulgar información del joven, diciendo que él se encontraba bien en esa ciudad y que estaba vivo. No era para menos, nuevamente, tanto él como el abuelo corrían peligro. Poco después, un compañero del abuelo lo llamó y le dijo que lo estaban buscando para matarlo. A lo que el abuelo sin miedo respondió: “ah, bueno. Yo sé que voy a morir”. Pero también se las ingenió para esquivarlos. Por eso cada vez que el bote (transporte acuático) subía con el grupo armado, él se bajaba de la comunidad y así los esquivaba.
Hasta que un día el abuelo llegó temprano a un puerto, arribó su bote. Al desmontarse, vio a tres personas, eran guerrilleros. En ese instante el abuelo ya sabía lo que le esperaba. Por eso, un tanto resignado, tomó la coca y el tabaco que cargaba y sin miedo alguno los enfrentó. Uno de ellos le preguntó que cuándo subía a la comunidad, él le dijo que no sabía decirle porque no tenía un horario fijo de viaje, que no sabía cuándo iba o regresaba.
El guerrillero muy serio le dijo que necesitaba hablar con él. El abuelo hizo caso a la orden y procedió. Esta es una de las escenas que él recuerda como si fuera ayer: “Yo ya había visto dónde mataban a la gente, yo llegué y me paré ahí en el centro, alcancé a ver un guerrillero, luego me di cuenta de que estaba en medio de cuatro guerrilleros más, y él me dice: abuelo, usted se metió en el costal que no le corresponde y para nosotros esas personas no deben existir, tengo la orden de frijolearlo”.
El abuelo no demostró miedo alguno, se paró frente al guerrillero mientras éste alistaba la ametralladora. Vio cómo cargó el arma y le apuntó al pecho. Él solo pensaba “a qué hora será mi muerte”. Así lo tuvieron un buen rato, no le dispararon, él se dio la vuelta para ver si de pronto le disparan a traición y tampoco. Miró al guerrillero que lo apuntaba y este le dijo: “abuelo, usted es un berraco, tiene 24 horas para que se pierda de aquí”.
Sin ánimos de abandonar su territorio, el abuelo suplicó que le pegaran el tiro. El guerrillero sorprendido le preguntó cuál era su nombre. Me llamo Plácido Mendoza, dijo. Al escuchar ese nombre el camarada le dijo que en los grupos armados hablaban mucho de él, que le tenían respeto porque cada vez que había enfrentamientos el abuelo los ayudaba desde la medicina tradicional. Por eso le insistió tanto en que abandonara el lugar. Pero no, el abuelo firme con su decisión también insistía en que le pegaran el tiro.
“Es que ustedes no se imaginan abandonar un lugar que durante siglos ha sido territorio de sus ancestros. Un lugar de paz y tranquilidad, donde solo se oye el ruido de la naturaleza, donde crecieron sus hijos y nietos, donde la cultura vale más que el dinero. Es desgarrador”, dice el abuelo.
Realmente el abuelo no le tenía miedo a la muerte, a lo que sí, era a abandonar su territorio, a tener que robar o matar para sobrevivir en un lugar distinto al suyo. Tenía esa perspectiva si llegase a pisar una ciudad. pero no le quedó de otra. Mientras se encontraba frente a los guerrilleros que lo iban a asesinar, vio cómo uno de ellos dobló la ametralladora. De ella salieron muchos billetes. Tomó cuatro y se los dio al abuelo para que se fuera. Eso fue un sábado. El domingo ya él se encontraba en San José del Guaviare pisando esa tierra a la que tanto temía, más que a la propia muerte. Posteriormente, llegó a la ciudad de Bogotá.
El proceso de adaptación no fue tan fácil, reconoce el abuelo. Sentirse desconocido, desconocer por completo una ciudad, desarraigado de lo propio, son situaciones difíciles. Pero poco a poco fue entendiendo el ritmo. Más aún cuando descubrió que no solo era él en esa situación, había más indígenas Uuitotos en la ciudad que luchaban por conseguir un espacio para construir al menos una maloca. Fue entonces cuando se unió a ellos e hizo parte de todos los enfrentamientos que tuvieron con la Policía y el Ejército cada vez que les destruían las chocitas que intentaban construir en el polígono 194 de Bogotá.
Esa lucha constante contra las autoridades finalmente dio su fruto. No solo lograron construir la maloca, también asentarse a su alrededor como comunidad. El abuelo, feliz, reconoce que fue una lucha muy dura, que dieron la pelea porque les preocupaba el tema de la identidad cultural en los niños, niñas y jóvenes que nacieron en la ciudad. También porque muchas familias Uitotos habían sido víctimas del conflicto armado. ¡Por fin un aire alentador para todos!
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